EL CAMINO DE LA CRUZ EN EL EVANGELIO DE MARCOS

 JOSÉ LUIS AVENDAÑO, Chile
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CONCLUSIÓN.

Una aproximación teológica de la teología de la cruz

Ciertamente qué duda puede haber en aquello de que la crucial y más urgente pregunta para los discípulos y discípulas de cada nueva época y generación, reside precisamente en aquella que vuelve a plantear la cruz y el seguimiento del Crucificado como único criterio de distintividad y legitimación de una praxis y existencia auténticamente cristianas. Esta ha sido sin duda también la propia preocupación que ha debido enfrentar la comunidad del evangelista Marcos y que éste, a nuestro modo de ver, ha resuelto a través de la elaboración de su evangelio. No obstante, el actualizar el camino del seguimiento bajo la realidad concreta de la cruz en la contingencia particular de cada época, generación, situación, cultura, etc., implica inevitablemente a su vez una toma de decisión que compromete al discípulo y discípula, mediante su participación en la fe y el seguimiento del Crucificado, a desafiar, resistir y denunciar precisamente todos aquellos sistemas y estructuras de práctica y pensamiento, colectivos o individuales, religiosos o seculares, que intentan reclamar para sí la última lealtad y reconocimiento, evaporizando, de este modo, el escándalo de la cruz y desvirtuando, en consecuencia, el camino del seguimiento. Ciertamente cada contingencia histórica desafía y compromete a cada hombre y mujer cristianos a la actualización de la cruz y del camino del seguimiento como, a su vez, lo seduce y lo cautiva, lo presiona y lo intimida siempre con nuevas formas de recapitulación y avergonzamiento de la cruz.

Mas, entonces, sigue en pie y con toda su vigencia la pregunta acerca del cómo actualizar el camino del seguimiento, el camino de la cruz en conformidad y correspondencia con nuestra propia contingencia histórica. Muchos han sido los intentos de acometer tal actualización, como muchas también las visiones teológicas acerca de lo que realmente ha de comprometer hoy, en nuestros días, el seguimiento cristiano. Esto es, desde una preocupación estrictamente circunscrita en los exclusivos márgenes de una moralística individual y con aplicación únicamente al orden de lo “eclesiástico”, pero en abierto descuido por aquel carácter denunciante de la cruz para todos los áreas de la vida humana forjada en sociedad, como, también, desde, una visión contraria, desde la configuración de una ética social y la denuncia de las estructuras que desde aquella realidad global antagonizan con la dignidad de la vida humana, pero no siempre en plena recuperación de la dimensión individual del ser humano y plena correlación entre discurso y la praxis. Ahora bien, nuestra propuesta aquí, no pretende ser acabada, ni menos consistir en una respuesta crítico-metodológica a los anteriores intentos de actualización, sino, más bien, procurar poner de relieve el carácter de plena gratuidad y compromiso de amor que entraña el camino de la cruz de Jesús, en vistas a toda actualización del seguimiento cristiano.

Visto, entonces, el camino de Jesús como la mayor expresión de gratuidad de quien ha ofrendado libre y voluntariamente su vida por todas las vidas, la cruz en cuanto acontecimiento acaecido en un pasado histórico, pero que desde aquel hecho efectivamente dado se proyecta y se abre hacia el futuro como un constante testimonio desafiante e interpelador[87], no sólo nos invita al seguimiento, sino, también, al compromiso del amor y de la entrega por el ser humano, compromiso que en modo alguno constituye una dimensión distinta, extraña o sobreañadida de aquel. Quien ama como respuesta al mensaje de la cruz, no sólo se vuelve sensible a la voz del que le llama, sino, también, al llamado y gemido de los olvidados y menesterosos, de los sufrientes y desamparados. Es decir: por cuanto de la no-vida de la indolencia y del sinsentido ha sido trasladado ahora a la auténtica vida de la esperanza y del amor, se ha hecho, luego, a causa de aquella misma vida, que no es otra que existencia hecha para el amor, apto para experimentar también el dolor y así acompañar y comprometerse con otros en su propia experiencia del sufrimiento, abandono y contradicción, pero, ahora, a la luz del dolor, el abandono y la contradicción que se hace esperanza sólo a través del Cristo Crucificado y Resucitado. Es evidente que la cruz del Crucificado si es que no quiere transformarse en una artículo domestico de la tradición cristiana, sólo para ser exhibido en el ornamento litúrgico o en el registro de ciertas formulaciones y confesiones ilustres del pasado quedando, así, privada de todo su escándalo y locura, debe volcarse hacia aquello que resulta desde el punto de vista religioso mundano y profano, desde el punto de vista de la sociedad marginado e inadaptado, desde el punto de vista de este mundo autodivinizado débil y fracasado, desde el punto de vista de la moral del cristianismo convencional pecador y reprobado. Por ello Lutero en la conclusión 25 de la Disputación de Heildelberg contrastando la theologia crucis con la theologia gloriae ha podido decir que el amor humano huye de los desfigurados, de los pecadores, de los miserables, en tanto que el amor de la cruz, nacido de la cruz del Crucificado, se dirige no donde está el bien para gozar de él, sino donde puede conferirlo al indigente y al miserable.

Huelga advertir, una vez más, y tal advertencia no podría ser jamás suficientemente exagerada, que elevar el dolor como obra meritoria que debe ser en consecuencia por las personas propendida y anhelada, es, simplemente, trazarnos nuestro propio camino de autojustificación, incluso más, toda aceptación indolente del dolor, que se resigna inapelablemente ante él, no es más que encubierto masoquismo, un “innoble infortunio”[88]. No obstante, todo lo veraz de aquello, debemos estar también lo suficientemente precavidos, a su vez, de no convertir el dolor y el sufrimiento en una máxima retributiva: “dolor-sufrimiento = maldad-pecado”, de modo que si quiera la simple mención de nuestros padecimientos y sufrimientos cotidianos nos haga sospechosos de incurrir en el pecado de “indolencia cristiana” y, por lo tanto, intentar explicar el sufrimiento sólo en términos de la ira, el castigo o la disciplina de Dios en reconvención por nuestra falta de ejercitación en la espiritualidad o el incumplimiento de ciertas pautas y reglamentaciones estimadas como indispensables para merecer su gracia. No hay mucho en riesgo que apostar en avizorar que todo aquello puede llegar a convertirse, sin duda alguna, en una tiranía incluso tanto o más despótica y malsana que la de erguir al dolor como obra meritoria y autojustificante, sobre todo cuando actualmente en muchos sectores evangélicos el discurso que se torna ya casi recurrente no es otro sino aquel del total triunfalismo cristiano, en el que el talante victorioso de tal aclamación discurre, por una parte, entre la mera prosperidad y, más particularmente, en el éxito económico como expresión más genuina de ésta, como, por otra parte, en la ausencia de todo padecimiento humano como explícita garantía del favor de Dios. Un triunfalismo en el que se pretende hacer de la vida cristiana un camino directo hacia el éxito constante, la felicidad y el perpetuo avivamiento y que hace del dolor, la contradicción y la aflicción, además de experiencias inadmisibles de la genuina vida cristiana, también, como de causa a efecto, evidencias concretas del desamparo divino, de la justa retribución por el pecado cometido o, simplemente, de la intervención de espíritus malignos en la vida del creyente a causa de su carencia de fe o de su poco ejercitada espiritualidad, no solamente con el riesgo de olvidar que la comunidad cristiana es, concretamente, aquella comunidad terapéutica en la que la aflicción y el sufrimiento son consolados precisamente por medio de aquel que habiendo experimentado el verdadero dolor y el quebranto puede ser luego capaz  de consolar a estos nuevos dolientes y quebrantados, y que nos ha encargado a cada uno de nosotros en nuestro oficio del sacerdocio universal nada menos que la cura de almas a la luz del amor y de la esperanza de su evangelio, sino, además, con el evidente peligro de transformar a esta misma comunidad en un evidente foco de desquiciado legalismo que abrume con pesadas e inhumanas cargas a los allí presentes y en el lugar propicio, también, para el caldo de cultivo, potencialmente hablando, de no pocos trastornos de orden físico y mental producto del neurótico abismo infranqueable que se ha tendido entre el propio ser del individuo y la comunidad, como indicativo de la vida en Cristo, y el deber ser como imperativo que antojadizamente se impone a estos.

Ahora bien, la cruz del Crucificado no exime, disfraza ni oculta el dolor, sino que enfrentándolo a la luz de su resurgimiento de entre los muertos lo sitúa en la perspectiva de aquel sentido y esperanza incontenibles de su resurrección que resulta ya, aquí y ahora, en un constante aprendizaje que nos enseña a no volcar nuestras esperanzas y seguridades en aquello que el propio dolor y sufrimiento revela ya como incapaz de sostenernos y proyectarnos, sino precisamente en aquel que nos sustenta y nos consuela en nuestro dolor por su mismo dolor de cruz y nos abre luego a la esperanza por su misma esperanza de resurrección. Por ello, el verdadero consuelo, la segura esperanza, el continuo aprendizaje que del dolor y de la aflicción vividos aquí, en nuestro constante caminar cotidiano y terreno experimentamos y obtenemos, no fluye de alguna entusiasta e insensata oda al sufrimiento, de modo de sublimarnos y anestesiarnos en su sola y desquiciada contemplación, ni de una apática resignación estoica que nos haga someternos fatídicamente ante el inexorable padecimiento como nuestro irremediable sino, menos aún de su completa negación ante la cual deba ser suprimido y acallado todo vestigio de emocionalidad o de algún sentimiento por lo padecido[89], sino que es dolor, quebranto y sufrimiento que a pesar de no dejar de ser precisamente aquello, “padecimiento”, a luz de la cruz del Crucificado y de su resurgimiento entre los muertos, se torna en un sufrir con consolación plenamente abierta a la esperanza, de modo que sólo así el dolor pierde su carácter de destino y se transforma en ocasión de testimonio y de misión: confesar al Crucificado mientras avanzamos por el camino del seguimiento.

Hasta qué punto y en qué medida este discurso y modelo de la negación del dolor y de la exaltación del éxito, la prosperidad y la dicha expuestos prácticamente como virtudes hipostasiadas resulta finalmente en una distorsión verdaderamente grotesca del camino del seguimiento y de la novedad de salvación que en Cristo anuncia la radical condescendencia de Dios para con los seres humanos, es asunto que no merece mayor reparo ni demostración y, sin embargo, de lo que realmente aquí se trata no es simplemente de la presentación de un mejor sistema, de un más conveniente método a sugerir, o de la implantación de mejores técnicas de terapia grupales, sino de la vida de hombres y mujeres concretos que ante su propia y concreta experiencia de dolor, quebranto y contradicción, además del peso que de suyo ya su aflicción reporta, deben cargar todavía más con el devastador peso de un Dios que les abandona en su aflicción, que nada tiene que ver en su dolor, puesto que siendo el Dios insufrible e implacable, incapaz de manifestarse en la humillación y en la contradicción sino sólo en el éxito y en la victoria, no soporta el dolor, el fracaso ni la fragilidad de sus criaturas, de modo que a este dolor en relación con este Dios, más bien el Pantocrátor envuelto en las nubes de incienso, según la representación de la cristología y el arte bizantinos, sólo puede explicársele en términos de su indiferencia y lejanía o en términos de su ira. Con toda razón Lutero puede afirmar que el teólogo de la gloria llama a lo malo, bueno y a lo bueno, malo, entre tanto que el teólogo de la cruz llama a las cosas por lo que realmente son. En la conclusión 21 de la Disputación de Heildelberg explicitaba aquello:

No conoce al Dios escondido en los padecimientos. Así, prefiere las obras a los sufrimientos, y la gloria, a la cruz; la potencia, a la debilidad; la sabiduría, a la estulticia; y en general, lo bueno, a lo malo. Son los que el apóstol llama “enemigos de la cruz de Cristo”. Quienquiera que fuere, por odiar la cruz y los sufrimientos, ama, en verdad, las obras y la gloria de ellas. Y así llaman el bien de la cruz, mal y al mal de la obra lo declaran bien. Empero, como ya dijimos, no se puede hallar a Dios sino en los padecimientos y en la cruz. Por esto, los amigos de la cruz afirman que la cruz es buena y que las obras son malas, puesto que por la cruz se destruyen las obras y se crucifica a Adán, el cual por las obras es, más bien, edificado. Es imposible, pues, que no se hinche por sus buenas obras quien antes nos sea anonadado y destruido por los sufrimientos y los males, al punto de saber que él en sí mismo no es nada y que las obras no son suyas sino de Dios.

Contra toda negación del dolor y exaltación de la obra humana (victor), como contra toda glorificación del dolor que de igual modo resulta en la exaltación de la obra humana (victima), debemos afirmar junto al Crucificado y su camino: Victor quia victima. Solamente por cuanto Jesús mismo ha experimentado la hiriente experiencia de la derrota, el abandono y el dolor, no desde una humanidad prestada ni desde un sufrimiento y quebranto asumidos tan sólo en apariencia, ni haciendo de éstos un cuadro ya glorificado y exaltado a la luz de su resurrección, sino a través de aquella maldita y profana cruz, cuya espantosa realidad no puede ser mitigada ni menos aún desencarnizada bajo una integración demasiado inmediata como locus teológico de la redención[90], ha podido luego y en total propiedad vencer el sinsentido del dolor, la derrota y el abandono, siendo, a su vez, en la paradoja de su cruz el triunfante vencedor en su derrota, el verdadero Dios en su radical humanidad, no sólo sufriente, sino, además, humillada y rechazada y, en consecuencia, aquel que no sólo conoce de nuestros sufrimientos, derrotas, contradicciones, soledades y miserias en virtud de su omnipotencia y omnipresencia desde arriba en los cielos, lo cual ningún real consuelo nos proporcionaría, al punto de que bien podríamos también nosotros aquí declarar: “¡Y si Cristo no experimentó verdaderamente el dolor, el abandono y la contradicción, nuestros sufrimientos en esta vida son vanos, nuestras aflicciones el más absurdo sinsentido! ¡Nada sabe él de nuestros padecimientos y miserias aquí en la tierra!”, sino, a través, de su propia, real y concreta humanidad que se hace solidaria y cercana con la nuestra en el transitar cotidiano de esta sociedad y de esta vida en el aquí y en el ahora de esta tierra, de modo que tal como él lo experimentó nunca jamás volvamos a experimentar nosotros el dolor, el quebranto y la aflicción entendidos estos como olvido y abandono de Dios, sino siempre en su segura y tierna compañía, de modo, entonces, que Dios en Cristo, no es solamente aquel que en nuestros dolores y aflicciones se compadece de nosotros sino que co-padece con nosotros[91].

En esta, su segura compañía y presencia nuestro propio grito en la hiriente experiencia del dolor, el quebranto y la humillación: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”, halla siempre respuesta, respuesta que nuevamente nos dirige hacia la cruz del Crucificado, garantía absoluta de su consuelo para el dolido, de su presencia y compañía para con el abandonado,  garantía inexpugnable del amor de Dios el cual ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni el desempleo, ni el divorcio, ni el olvido de los amigos, ni la muerte de un ser querido, ni la explotación humillante de esta sociedad opresora y deshumanizada, ni el constante peligro de escaramuzas bélicas, ni ninguna otra cosa creada nos podrá jamás nunca de él separar[92]. En virtud de aquello, la verdadera fe, aquella que nace y es revelada de cara a la cruz del Crucificado y que se expresa en la acción concreta de continuar junto a él por el camino del seguimiento, es aquella única que puede reconocer la opus propium de Dios oculta en su opus alienum, esto es: su amor velado bajo su ira, su presencia bajo su abandono, su paz bajo su tormenta. O es que acaso, ¿no es en nuestros recorridos por los valles de sombra, nuestras temporadas en el árido e inhóspito desierto, las estaciones de nuestra vida en que llegamos a plantearnos las preguntas más decisivas no respecto a los tópicos generales de la fe cristiana, sino en relación exclusiva tocante a Dios y nosotros? ¿No es acaso cuando somos enfrentados a la hiriente experiencia del dolor, el fracaso y la contradicción, precisamente cuando nuestras seguridades y esperanzas en las que gran parte de nuestra vida se sustentaba y afirmaba son derribadas y quedan hechas nada, incluso nuestras propias seguridades religiosas edificadas al amparo de la tradición, que llegamos tal como en el relato del libro de Job a un encuentro definitivamente distinto no con el “Dios” aquel de la tradición cuyo modo de ser y actuar pareciera quedar de una vez y para siempre completamente consignado en la formulación proposicional, sino con aquel Dios que no admite ser un dato disponible de este mundo, ni ser configurado de acuerdo al escrutinio humano, aquel Dios Absolutamente Otro y, que sin embargo, condesciende en ser el Dios Absolutamente Nuestro en el Crucificado y su camino?.

Quien pretenda, por tanto, llegar a conocer a Dios solamente a través de lo que desde el particular juicio y parecer de este mundo merece ser llamado digno, exitoso, meritorio, victorioso, dichoso y a partir de allí concluir su efectiva existencia y presencia, este tal olvida que Dios sólo puede y quiere ser hallado y conocido en la cruz del Crucificado, acontecimiento y mensaje a través del cual él mismo tomando la iniciativa sale a nuestro encuentro, no desde las incandescentes estrellas desde arriba en el cielo, sino desde el polvo mismo de la tierra, aquí abajo junto a nosotros, esto es, en la cruz del Crucificado. Por lo tanto, quien así obra y piensa ha vuelto a hacer de Dios un dato natural y disponible de este mundo, otro más de los ya tantos diocesillos que pululan en este mundo autodivinizado (P,4D@B@\0J@H), en última instancia, un impotente omnipotente incapaz de experimentar el dolor y el quebranto que sólo entraña la verdadera capacidad y decisión de amar y, por tanto, incapaz de comprometerse en el dolor y miseria de sus pobres criaturas, una trascendente divinidad que afirma su exigencia a la adoración y a la lealtad en su soberanía, la obligación a tributarle amor y reverencia en la severidad de su implacable juicio y que sólo condesciende con los hombres con su pulgar vuelto hacia arriba cuando éstos, no importunándole con sus sufrimientos y contradicciones mundanas, son capaces de justificar su mirada hacia la tierra tributándole triunfos, victorias, éxitos, honor. Pero, ¿es este realmente el Dios, Abba Padre de Jesús? En las certeras palabras de Moltmann el asunto queda  formulado en los siguientes términos:

Finalmente un Dios exclusivamente omnipotente es en sí un ser imperfecto, por no poder experimentar la impotencia y el desvalimento. Es cierto que los hombres impotentes pueden hambrear y venerar la omnipotencia, pero nunca se la puede amar, sino sólo temer. ¿Qué clase de ser será pues, un “Dios omnipotente” tan sólo? Un ser  sin experiencia, sin destino, un ser al que nadie ama. Un hombre que experimenta la impotencia, un hombre que sufre porque ama, un hombre que puede morir, es, por lo tanto, un ser más rico que un Dios omnipotente, incapaz de sufrir y de amar, inmortal. Por eso para un hombre consciente de la riqueza de su propio ser en su amor, sufrimiento, protesta y libertad, un Dios así no le es un ser necesario y supremo, sino que puede pasarse muy bien sin él, es algo superfluo[93].

Hablar del dolor de Dios y con ello el riesgo de rozar concretamente el peligro de suscribirnos a algún tipo de teopasionismo, agravio contra Dios del que tantos se sienten en la urgente misión de protegerle, no constituye un riesgo mayor que aquel que estriba lisa y llanamente en no hablar jamás de él, concluyendo implícitamente de este modo su incapacidad de experimentar el dolor, pues sólo el que verdaderamente es capaz tanto de amar como de recibir amor, por cuanto está vivo, puede sufrir también las heridas como posibilidad latente de esa acción de amar y ser amado y, por lo tanto, la posibilidad de experimentar el dolor. En esto consiste toda referencia a la capacidad de que Dios pueda experimentar sufrimiento y dolor, no en una elucubración abstracta e impersonal acerca de la esencia divina y sus propiedades, sino en referencia concreta a la historia, el camino y la cruz del Crucificado, a saber; el amor de Dios conquistando en la cruz de Jesús su ira y hecho luego dolor de Dios por amor al propio dolor del hombre en la propia historia de los hombres. Que ese dolor de Dios constituye una afirmación que se encarna en la historia concreta de los hombres y no en una alocución fuera del tiempo perteneciente al mundo de las ideas, queda correctamente expresado en las palabras de Kazoh Kitamori:

El amor de Dios significa que el amor de Dios ha conquistado la ira de Dios en el centro mismo del mundo histórico merecedor de esa ira. De este modo el dolor de Dios tiene necesariamente que irrumpir en la historia, en el terreno histórico, como una persona.  Esta es la verdad que se nos recuerda en Rom 8, 3: “... habiendo enviado a su propio hijo en una carne semejante a la del pecado, y en orden al pecado, condenó el pecado en la carne”. El dolor de Dios  no podía haber existido a menos que el redentor, la personificación del dolor de Dios, hubiera sido una figura histórica[94] .

Dios no ha sido ni es indiferente con el dolor y la miseria del hombre, todo el transitar del Crucificado y su cruz son la prueba y garantía irrefutable de aquel Dios que condesciende con éste al punto de brindarle un amor y amor hasta la mismísima muerte. Es por esto que la negación del amor no ha de ser buscada particularmente en el odio, sino en la indiferencia, no hace falta, por lo tanto, excusarse de no amar al prójimo y al hermano arguyendo la no existencia de algún sentimiento de animosidad hacia él, basta, para ello, simplemente, la mera actitud de indiferencia y desgano, distancia y olvido. Ciertamente, es la experiencia del dolor, nuestro propio quebranto y aflicción, la que nos empuja a salir fuera de nuestro mundo de quietista seguridad que nos conduce siempre a la indolencia, de allí también que le resulte tan difícil a todo hombre y mujer poner su corazón en la miseria y en el dolor del afligido y doliente, simplemente, del otro, a menos, claro está, que él mismo haya atravesado por ese mismo camino de la aflicción, de lo contrario, como generalmente lo demuestra la experiencia, sólo verá ante sí “casos”, “situaciones”, etc., a los que habrá de procurar ajustar y medir según la normativa de su tradición, problemáticas generales a las que siempre le habrá de venir tan bien aquellas célebres frases de consuelo o reprensión según corresponda, pero no el hombre de carne y hueso que sobrepuja toda generalidad de casos, situaciones y problemáticas y, a través del cual, el propio Crucificado nos sale sin excusa alguna a nuestro encuentro. Por ello, todo intento de actualización del camino del seguimiento en la continencia particular de nuestros días, tanto desde el compromiso meramente individual como ética intra-eclesiástica, como desde aquello que trasciende tales límites imponiéndose como denuncia social, debe afirmarse en el principio fundante que en el camino de Jesús y en su cruz se halla presente ante todo, el acontecimiento más prodigioso del gratuito amor de Dios a favor de todos los hombres y mujeres, los débiles y menesterosos, pero también, de sus verdugos.

Y ahora bien, ¿es que únicamente tomamos conciencia de este amor que nos prodigamos a nosotros mismos tan sólo cuando por medio de un acto casi reflejo procuramos todo lo necesario y aún más que necesario para nuestra propia subsistencia y realización, y no acaso con mayor nitidez y propiedad cuando habiendo faltado y fracasado en algún propósito o misión y quedando así públicamente al descubierto en nuestros yerros nos transformamos “nosotros mismos” en nuestro mejor y más abnegado abogado defensor, sabiendo encontrar siempre todos los atenuantes del caso que permitan recrear un cuadro más humano, flexible y comprensible del porqué de la situación en la que hemos fracasado, caído, faltado? Y, ¿no es acaso que aquellos que, como bien decía Karl Barth alguna vez, se complacen en predicar el infierno eterno nunca para ellos sino siempre para otros, cuando se encuentran ellos mismos en alguna condición de desmedro moral, de infortunio ante la vida o de desgracia particular se transforman, aunque bien no lo hayan sido nunca antes con los demás, en ardientes defensores de la gracia cuya acción concreta, recuerdan, tiende siempre a rescatar bajo cualquier circunstancia al hombre, olvidándose, por cierto, del implacable juicio de la ley de su anterior arenga infernal? Y, también, ¿no es quizá que adquirimos mayor responsabilidad de este amor que nos dispensamos a nosotros mismos, cuando enfrentando el sufrimiento y el dolor hacemos de nuestra aflicción la mayor urgencia del cielo y la atención y ayuda de los hombres aquí en la tierra? O, tal vez, ¿no es que reparamos cuán dispuestos y decididos estamos a luchar por nuestros propios intereses, precisamente cuando no habiendo sido tratados con la suficiente solicitud, dignidad y justicia que nuestra persona creemos merece reclamamos todos aquellos derechos ignorados sobre nuestra persona y nuestras justas reivindicaciones? Pues bien, tal como cada uno de nosotros dispone de todos sus afanes, esfuerzos, afectos, voluntades e intenciones al servicio de su propia existencia, no sólo cuando está comprometida su subsistencia, sino, además, defensa, prestigio y dignidad, debe, luego, en consecuencia, hacer lo mismo con su prójimo, con su hermano, con aquel que se cruza en su camino y sale con o sin previo aviso a su encuentro, esto es: obrando con él tal como si fuera él mismo en ese acto de obrar, como quien vuelca su corazón sobre la miseria y necesidad del otro como si fuera su misma miseria y precariedad, como quien alcanza la gracia al caído y abrumado por el peso de su culpabilidad como si fuera su propio peso y angustia la que la gracia debe alcanzar, como quien procura el bien y la dignidad del otro como si se tratara de su propio bien y dignidad y asume, en consecuencia, todos los riesgos inalienables a que compromete esa concreta voluntad de amar, porque así es como ha obrado con los hombres y mujeres sumidos en su miseria y precariedad el Crucificado en su camino del seguimiento, camino que no ha sido otra cosa que la voluntad siempre constante de entrega, servicio y amor y amor hasta la muerte de Cruz.

 

[87]Ahora bien, no podemos dejar de advertir con Bultmann el riesgo que entraña para la fe cristiana que el contenido del mensaje de la cruz: “el escándalo de la cruz”, neutralice aquel impacto para el hombre de hoy por medio de una serie de representaciones míticas del mundo que, en última instancia, no sólo mediatizan la fe a través de objetivizaciones que a este mismo hombre le podrían resultar ya pueriles y, que ocultan en consecuencia, en esta pretendida objetividad su verdadero sentido. Sin embargo, aun cuando Bultmann acierte en destacar el carácter no mítico de la cruz, en tanto suceso realizado fuera de la historia del mundo y del hombre al que se pueda contemplar como bien en sí mismo, sino como suceso escatológico que se abre hacia el futuro y adquiere así plena actualidad en tanto acción continua de dejarse crucificar junto al Crucificado, yerra, a mi modo de ver, al traducir la cruz a su sola significación existencial, esto es: en cuanto condenación del pecado del mundo, sin remitirse primero a aquel público acontecimiento ocurrido una vez y para siempre en el Gólgota: la cruz. Ciertamente el mensaje de la cruz es proclamación y actualización continua de su significación y sentido, pero tal actual y permanente significación no excluye ni desconoce el acontecimiento acaecido, más bien, es condenación del pecado y juicio del mundo a causa de que aquella interpelación y mensaje ha sido desplegado y proclamado haciéndose cargo de la historia de ese mismo mundo y no desde la abstracción de alguna experiencia atemporal o privada sin compromiso alguno con esa propia historia y con ese mismo mundo. Por ello, la cruz no ha sido un acontecimiento privado, sino la pública manifestación de un hecho ocurrido en el tiempo y en historia de los hombres. El reconocimiento de que efectivamente esto ha ocurrido en un pasado temporal, no significa privar en modo alguno al acontecimiento de su relevancia existencial, de su carácter vital y presente en el aquí y ahora de nuestra propia contingencia human, sino declarar que es precisamente todo aquello y mucho más, por cuanto a partir de aquella realidad histórica se ha comenzado ya a enarbolar un nuevo compromiso por la justicia y la dignidad de este mudo irredento, el que no puede ser reducido a una máxima idealista fuera del tiempo con aplicación únicamente a la esfera de la existencia privada, por cuanto, en un pasado histórico Jesús, el Cristo, fue efectivamente crucificado.

[88]Frase que de Brod toma el psicoanalista Víktor Frankl, quien fuera prisionero de los nazis en los campos de exterminio, para referirse en contraposición con aquel “noble infortunio” como sometimiento del hombre a lo irremediable y cuando ya se han cerrado todas las puertas y toda posibilidad de realizar algún valor de creación, en tal sentido y, en antagonía con aquel, el “innoble infortunio”, es un infortunio que bien pudo evitarse pero al que el hombre le asignó precipitadamente sin previo espíritu de lucha, una categoría de fatalidad ineluctable y, por lo tanto, de someterse a lo que sólo en su imaginación adquiere el carácter de una fuerza y un destino inexorables. Psicoanálisis y existencialismo, F.C.E, Buenos Aires, 1952, 147.

[89]Ciertamente la evasión del dolor y la represión de sus expresiones emocionales como mecanismo de defensa que pretende situarlo fuera de nuestra vida para así evitar su padecimiento, no hace más que acrecentar la bestia tiránica del sufrimiento y la imposibilidad de abrirnos, a pesar de todo, al aprendizaje de vida de tal situación podría habernos brindado. En palabras de Víktor E. Frankl: “Aquel que ante el golpe del infortunio se aturde o trata de distraerse, “no aprende nada”. Trata de huir de la realidad. Va a refugiarse, tal vez, en la embriaguez. Comete, con ello, un error subjetivista y hasta psicologista: al creer que, con el acto emotivo al que se silenció, por así decirlo, por medio del aturdimiento, borra también del mundo el objeto mismo de la emoción, como si lo que se arrincona en la ignorancia desapareciese, por ello, de la realidad. Ni el acto de mirar una cosa da vida al objeto, ni el apartar la vista de él lo hace desaparecer; tampoco el hecho de reprimir una emoción de duelo anula la realidad deplorada”. Op. Cit., 145

[90]El concreto estado de fracaso religioso y social que desde una consideración estrictamente en perspectiva histórica ha entrañado la muerte de Jesús, conforme se han ido decantando los últimos y tan trágicos sucesos de la vida Jesús en la descripción de los relatos evangélicos de la historia de la pasión y, que al menos, en un sentido, tan certeramente supo poner de manifiesto la Geschichte der Leben-Jesu-Forschung de Albert Schweitzer, no puede ser desconocido ni menos aun negado en el afán por arribar a una lectura estrictamente soteriológica de los textos, al punto de que en el interés exclusivo por la sola comprensión de una perspectiva teológico-redentora de los relatos evangélicos de la pasión: contradicción, abandono, agonía, cruz y muerte de Jesús, sirva al caso de afirmar única y exclusivamente aquel importante artículo de la fe cristiana y, a éstos tales acontecimientos, tan sólo situarlos en el amplio concurso de la economía divina de la salvación, tal como ocurrió, verbigracia, en la comprensión de muchos de los intérpretes de la época patrística. Sin negarse al interés y atención de estas importantes temáticas, ciertamente capitales para la teología cristiana, la indebida ponderación, empero, de aquel colapso tan trágico social y religiosamente hablando en que culminó la vida de Jesús, sin duda fundamental para la comprensión de la persona y el mensaje del hombre Jesús en relación con su propia misión y su relación con el Dios a quien él llamaba Padre, en favor de una integración demasiado inmediata de éste,  a los fines de una legítima elaboración dogmática, corre, no obstante, el serio riesgo de convertir la muerte del Crucificado en un exclusivo símbolo de la redención, y al hombre que ha experimentado el fracaso, el abandono y la muerte, en una figura casi de representación docética. Ahora bien, resulta indiscutible que todos aquellos acontecimientos comprendidos entre la pasión y muerte de Jesús, aparecen en la exposición de los evangelios claramente integrados en una comprensión y elaboración teológica a la luz de la fe en el Resucitado, pero esta tal integración y elaboración teológica ha sido posible sólo en tanto la pasión y muerte de Jesús ha sido reconocida y entendida primero, como el acontecimiento real y fundante sobre el cual se vuelca toda posterior elaboración teológica. De este modo el evangelio de Marcos, y siguiendo su esquema los demás evangelios, al dedicar una atención, a todas luces, evidentemente desproporcionada a la historia de la pasión en comparación con la disposición total de sus relatos, no sólo ha puesto de este modo tan claramente de manifiesto que la historia de la pasión es el elemento configurador y la clave de comprensión sobre la cual ha sido elaborado todo su evangelio, sino que, además, de paso queda completamente descartada toda asociación de la vida, muerte y resurrección de Jesús con algún influjo de la gnosis. Para Marcos, por lo tanto, la muerte de Jesús no es sólo un postulado teológico comprendido como símbolo o figura al servicio de una doctrina de la redención, sino un acontecimiento efectivamente acaecido y que a la luz de la novedad de la resurrección ha adquirido una ciertamente nueva comprensión en la perspectiva teológica de ésta, pero que retrocede y se apoya en el hecho de que el real y concreto hombre Jesús experimentó una real y concreta muerte en la real, concreta y maldita cruz. En el evangelio de Marcos, tal como ocurriera en el relato de Getsemaní, los sucesos ya próximos a la crucifixión y muerte de Jesús no se hallan envueltos en una nube de bienaventuranza y esplendor que troque finalmente aquel intenso y horroroso instante en el pasaje más edificante de toda la historia de la pasión. Por ello, en la descripción del evangelista en torno de estos sucesos nadie ciertamente se atrevería a preguntar: “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro tu victoria?” (Rom 15, 55). Basados, por lo tanto, en lo anteriormente afirmado, podemos señalar que una teología de la cruz que pase por alto aquel contradictorio y espantoso acontecimiento para fijar su atención exclusivamente en una doctrina general de la redención y de los beneficios por ella obtenidos o, en sus efectos, en la reducción de este evento a su sola significación capital para la existencia, corre el riesgo de convertirse en una verdadera contradicción de términos, puesto que toda alusión teológica o menos teológica a la realidad concreta de la cruz, es inevitablemente también una confirmación concreta de la encarnación de Cristo, toda vez que de todos los hechos consignados en la historia evangélica, no existe otro igual en que la aprobación del historiador y la fe del creyente compartan un mayor margen de solidaridad y consentimiento, sino aquel de la muerte de Jesús, esto es: Jesús, el declarado blasfemo por los dirigentes religiosos del judaísmo y condenado, luego, bajo el cargo de zelote por las autoridades romanas, ha sido ejecutado bajo la horrible y degradante muerte de una cruz. Éste es, para todas sus consecuencias, el acontecimiento más acreditado de toda la vida de Jesús, su muerte de cruz

[91]Generalmente la pasión, cruz y muerte de Jesús cuando no aparece ya sublimada en una nube glorificada que ya nada tiene que ver con el aquí y el ahora del  hombre, es presentada únicamente como ejemplo y referente del propio olvido y abandono que el hombre experimenta en su dolor, como queda de manifiesto en el hermoso poema, Nocturno, de la poetisa chilena Gabriela Mistral:

 

                Padre Nuestro que estás en los cielos

                ¡por qué te has olvidado de mí!

                Te acordaste del fruto en Febrero,

                al llagarse su pulpa rubí.

                ¡Llevo abierto también mi costado,

                y no quieres mirar hacia mí!

 

                Te acordaste del negro racimo,

                y lo diste al lagar carmesí;

                y aventaste las hojas del álamo,

                con tu aliento, en el aire sutil.

                ¡Y en el ancho lagar de la muerte

                aún no quieres mi pecho oprimir!

 

                Caminando vi abrir las violetas;

                el falerno del viento bebí,

                y he bajado, amarillos, mis párpados,

                por no ver más Enero ni Abril.

 

                Y he apretado la boca, anegada

                de la estrofa que no he de exprimir.

                ¡Has herido la nube de Otoño

                y no quieres volverte hacia mí!

 

                Me vendió el que besó mi mejilla;

                me negó por la túnica ruin.

                Yo en mis versos el rostro con sangre,

                como Tú sobre el paño, le di.

                Y en mi noche del Huerto, me han sido

                Juan cobarde y el Ángel hostil.

 

                Ha venido el cansancio infinito

                a clavarse en mis ojos, al fin:

                el cansancio del día que muere

                y el del alba que debe venir;

                ¡el cansancio del cielo de añil!

 

                Ahora suelto la mártir sandalia

                y las trenzas pidiendo dormir.

                Y perdida en la noche, levanto

                el clamor aprendido de Ti:

                ¡Padre Nuestro que estás en los cielos,

 

[92]En su Dios Crucificado, Sígueme, Salamanca, 1975, 393, Jürgen Moltmann citaba las palabras de E. Wiesel, sobreviviente del infierno de Auschwitz que, a nuestro juicio, aun en su extrema radicalidad que sobrepuja toda indolencia humana reflejan este co-padecer de Dios con el hombre de un modo ciertamente consternable, basada en la teología rabínica de la autohumillación de Dios en su muerte: “La SS colgó a dos hombres judíos y a un joven delante de todos los internados en el campo. Los hombres murieron rápidamente, la agonía del joven duró media hora. ‘¿Dónde está Dios? ¿Dónde está?’, preguntó uno detrás de mí. Cuando después de largo tiempo el joven continuaba sufriendo, colgado del lazo, oí otra vez al hombre decir: ‘¿Dónde está Dios ahora?’. Y en mí mismo escuché la respuesta: ¿Dónde está? Aquí... Está colgado del patíbulo...”.

[93]El Dios Crucificado, 312.

[94]K. Kitamori, Teología del dolor de Dios, Sígueme, Salamanca, 1975, 44.